¿Y el público qué? Entre la ovación y la indiferencia

Foto de Tommy Lopez: https://www.pexels.com/es-es/foto/foto-de-personas-en-un-concierto-3025096/

¿Y el público qué…?

Para que un proyecto musical —y en general artístico— goce de buena salud, debe tener suficientemente bien “aceitado” cada uno de los engranajes de la cadena de valor en la industria musical actual.

Uno de estos engranajes, y quizá el más determinante para el sostenimiento de un solista o agrupación a largo plazo, es el de la "circulación", impulsado fundamentalmente por el público (entre otros actores). Porque, al final del ejercicio, de poco o nada sirve ser el artista más original, prolífico y virtuoso si nadie conoce, o le interesa, la propuesta musical que se tiene para ofrecer.

¿Será que sí hay público?

Cuando no existía la grabación, la radiodifusión y, en resumen, "el mercado" de la música tal cual lo conocemos hoy, los momentos musicales eran especiales y hacían parte de eventos socioculturales que complementaban o rompían la cotidianidad.

En contextos populares y rurales, solían estar ligados a ceremonias religiosas, fiestas o como acompañamiento para hacer más llevadera la jornada de trabajo. En los entornos refinados de Europa —y heredados en los territorios colonizados— las motivaciones eran similares, aunque las formas cambiaban, y el papel del músico fue ganando protagonismo con el tiempo. En cualquier caso, el intérprete o creador debía estar a la altura de las circunstancias para colmar las expectativas de su audiencia.

Con la llegada de la radiodifusión y la compraventa de “objetos fonográficos”, la música pasó de ser un acto que reunía a las personas en espacios sociales, a convertirse también en una experiencia íntima, algo que podíamos "prender o apagar", "poner o quitar" según el ánimo. Este cambio transformó para siempre la forma en que nos relacionamos con la música y con quienes la crean. Sin embargo, el encuentro social no desapareció; simplemente se adaptó a las dinámicas del mercado y al "consumo" musical.

Hoy, gracias a la masificación de la tecnología, todos podemos no solo disfrutar de la música sino también crearla ("Prosumidores" que llaman). Esto ha generado un flujo diario de “nuevos contenidos” —algunos profesionales, otros amateurs— que forman una especie de bruma densa, desvaneciendo la mística que antes sorprendía, cautivaba y generaba admiración por quienes ejercían la música de forma destacada y casi “sobrenatural”.

Ahora cualquiera puede hacer música. Y por eso, ya no se vive como antes la experiencia musical. Se vive otra cosa: un flujo inagotable de lanzamientos que llegan y se van como notificaciones de WhatsApp. En ese mar infinito, las audiencias —incluyéndonos a nosotros mismos como músicos y oyentes— hemos aprendido a darle "play" rápido (o ni siquiera eso) y a olvidar aún más rápido lo “nuevo” que nos ofrecen las plataformas digitales permanentemente.

Vivimos una paradoja: con artistas internacionales (o nacionales) consolidados, el público está dispuesto a pagar una boleta costosa —incluso endeudándose—, hacer fila por horas "bajo el sol y el agua", y hasta cantar (o gritar) al punto de quedar sin voz, aunque no conozcan bien las letras o el mensaje de las canciones, y aunque el artista no haya lanzado nada nuevo en años. Pero, con un proyecto independiente, emergente, local… ese mismo público exige casi que una obra maestra inmediata, producida al nivel de un estudio multimillonario, y, por supuesto, gratis.

¿Qué hacer entonces…?

¿Dónde queda la construcción de comunidad? ¿Cómo abordarla sin que exista una predisposición negativa incluso antes de que alguien sepa que uno —y su música— existen?

¿Dónde está esa paciencia, ese seguimiento, esa inversión de tiempo, dinero y emoción que sí se le concede al artista consagrado?

Sin duda, ahí está uno de nuestros grandes retos como músicos independientes: transformar oyentes curiosos en comunidades fieles. Y eso no se logra solo con talento o “buena música” desafortunadamente. Todo apunta a que se consigue con presencia constante, con historias que enganchen, con espacios de encuentro reales o virtuales que hagan sentir que la relación va más allá de un algoritmo que sugiere canciones al azar o de un simple intercambio económico de "bienes y servicios" de manera parcial o totalmente impersonal.

Porque, al final, el arte independiente —igual que el entretenimiento masivo— sobrevive no por el número de reproducciones, sino por el número de personas dispuestas a acompañarnos en el camino, incluso cuando no hay reflectores ni titulares. Personas que no solo nos escuchan con paciencia (y ojalá con pasión), sino que creen en nosotros porque se identifican con lo que somos y con el arte que hacemos.

Y si llegaste hasta acá y eres público —como todos lo somos—, la invitación es simple: apoya ahora. No esperes a que el artista “la rompa” afuera para luego decir con orgullo: “yo lo escuchaba desde antes”, o "ahora sí le voy a prestar atención a ver qué" (expresado en tono incrédulo e incluso descalificador...

Desde luego, esta historia, seguro suena mejor cuando sucede de verdad.


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